La
enmienda constitucional no es solo una decisión política, sino una cuestión de
derechos humanos. Y una muy grave: modificar la norma principal del país para
restringir derechos fundamentales significa legitimar abusos, retroceder como sociedad
y responsabilizar al Ecuador —a todo el país, no solo al gobierno— por violar
tratados internacionales. Pues bien, mientras se persigue la reelección eterna en
el poder —que hoy solo permiten Cuba, Nicaragua y Venezuela en nuestro
continente—, algunos derechos terminarán recortados entre los 17 puntos que 103 asambleístas aprobaron, sin voto popular, para enmendar la
Constitución.
De
entrada hay un problema: la Constitución prohíbe, por cualquier forma, reducir derechos
humanos. Ni por enmienda, ni por reforma, ni por asamblea constituyente. Ese es
uno de los límites que nos hemos autoimpuesto como sociedad. Así, ni con una
constituyente se puede eliminar la remuneración al empleado, impedir la
educación a los jóvenes, negar el voto a las mujeres o imponer la pena de
muerte. En materia de derechos, el Ecuador ha decidido que no puede dar marcha
atrás. Sin embargo, 103 de nuestros asambleístas han elegido, pese a ello, incluir restricciones en la enmienda constitucional. Veamos cuáles son.
La
primera se refiere a la acción de protección, que es un mecanismo para lograr,
con agilidad y eficacia, que un juez detenga o repare la violación a un derecho
humano. Esta acción, por su naturaleza, no tiene otro límite que la obligación
de verificar la ocurrencia o amenaza de la violación. La razón es lógica: si el
mayor deber del Estado es garantizar los derechos de las personas, como reza el
artículo 11 de la Constitución, no hay ningún motivo para impedir que esa
garantía se vuelva efectiva ante los jueces. Sin embargo, los asambleístas
piensan que la ley (es decir, ellos mismos) puede regular en qué casos no
cabría esta acción, lo cual no permite hoy por hoy la Constitución. Eso es
consistente el discurso del Presidente, que algunas veces se ha quejado de la
“molestia” que implican estas acciones para el gobierno.
La segunda
es la práctica eliminación del derecho a la consulta por iniciativa popular.
Hoy el artículo 104 permite a la ciudadanía convocar a consulta “por cualquier
asunto”. La última frase citada desaparecerá. Es decir, la Asamblea decidirá
por ley en qué temas cabe y en cuáles no. De manera que ese derecho, que antes
tenía una garantía constitucional, hoy queda al antojo del legislador, con lo
cual, en la práctica, deja de ser un derecho “constitucional”, puesto que sus
efectos quedan al arbitrio del juego político de mayorías en la
Asamblea.
La tercera
restricción es que se definirá la comunicación “como un servicio
público”, que “se prestará a través de medios públicos, privados y
comunitarios”, cuando la comunicación, a diferencia del alcantarillado, es un
derecho de libertad. ¿Qué significa eso? Los derechos pueden ser de libertad o
de prestación. Los de libertad son derechos del individuo frente al Estado, que
marcan una frontera que éste no puede traspasar: por ejemplo, el derecho a la
libre circulación implica que el Estado no puede impedirme transitar por el
país. Por el contrario, derechos de prestación son los que me permiten demandar
algo del Estado: por ejemplo, el derecho al agua potable significa que el
Estado tiene la obligación de brindármela. Aunque esta distinción tiene sus complejidades,
lo importante es entender que la comunicación no es un servicio que el Estado
brinda a los ciudadanos, sino un derecho que tenemos todos los individuos a
comunicarnos, que a su vez nace, como el derecho a opinar, de otro aún más
fundamental: la libertad de expresión. Esa libertad —que fundamenta la
actividad humana tanto de los grandes medios como en las redes sociales— no es
un beneficio estatal, sino un derecho que antecede al mismo Estado y que éste
simplemente debe reconocer, defender y respetar.
Ahora bien, hay otros dos cambios que, sin
referirse específicamente a derechos, tienen un impacto decisivo contra ellos.
El primero es militarizar la seguridad
pública, al permitir que las fuerzas armadas intervengan en tareas de policía,
cuando tanto la
Comisión como la Corte Interamericana de Derechos
Humanos —en casos como Zambrano
Vélez contra el mismo Ecuador— han dictaminado que los militares, entrenados
para eliminar a un enemigo externo, al dedicarse a la seguridad interna amenazan
los derechos de los ciudadanos comunes a la libertad, protesta y tutela
judicial. El segundo es la misma reelección presidencial indefinida: eliminar
la alternancia en el poder genera enormes desequilibrios a favor de quien gobierna
y una especie de feudalismo político que viola los derechos de igualdad y
participación ciudadana, como razonó la
Corte Constitucional colombiana cuando en el 2010 bloqueó
un referéndum para que Álvaro Uribe sea candidato por tercera vez.
¿Estas enmiendas cambiarán la vida diaria
del Ecuador? Lo dudo. Las acciones de protección ya son, hoy por hoy, un saludo
a la bandera, cuando la justicia está absolutamente politizada. La consulta por
iniciativa popular ya quedó reducida a mito desde que el CNE rechazó medio
millón de firmas de ciudadanos a favor del Yasuní. Las fuerzas armadas ya
intervienen en la seguridad interna en virtud de una norma, que, por ahora,
sigue siendo inconstitucional. Y la comunicación también está definida ya en la
ley como “servicio público”, y es día a día tratada como tal cuando las
autoridades sancionan a caricaturistas e investigan a medios por el nivel de
cobertura de la agenda del Presidente. No me aventuro a anticipar las
consecuencias sociales de estos cambios, pero, salvo la reelección indefinida,
más bien parecen una triste legitimación constitucional de lo que ya vivimos en
la realidad: un país donde los derechos humanos están, lejos de la defensa de las
normas, a merced de los vaivenes del poder.
Twitter: @hectoryepezm
Caricatura de Asdrúbal en Diario HOY.
Twitter: @hectoryepezm
Caricatura de Asdrúbal en Diario HOY.
No hay comentarios:
Publicar un comentario