lunes, 31 de agosto de 2015

Somos más... ¿Y ahora?




Ecuador asiste a la decadencia política de Alianza País. Está por verse si eso se traducirá en un cambio electoral el 2017. Lo cierto es que el modelo correísta está hecho pedazos ante el derrumbe petrolero, luego de casi 9 años de incontenible gasto público que en parte se invirtió en infraestructuras y modernizar servicios públicos, mientras por otro lado se despilfarró en tejer una red impresionante de clientelismo político. Todo con la consigna ideológica de reemplazar, hasta la asfixia, a la empresa privada. Contratos para los ricos, consumo y empleo burocrático para la clase media, bono para los pobres: esa fue la estrategia para anestesiar, con abundancia de petrodólares, a la mayoría de la sociedad para impunemente secuestrar la justicia, perseguir a periodistas y opositores, tomarse el Consejo Nacional Electoral, encubrir la corrupción y construir un autoritarismo del siglo 21 que destruye las libertades bajo el pretexto de las elecciones.

Pero el modelo se vuelve insostenible sin petróleo ni respaldo popular.

Es lo que ocurre hoy: si sumamos 355 mil personas el 25 de junio en Guayaquil y más de 100 mil el 13 de agosto en Quito, alrededor de medio millón de ecuatorianos hemos salido a las calles en las últimas semanas. Eso más decenas de miles en otros días y lugares a lo largo del Ecuador. La cifra es altísima para un país con 15 millones de habitantes. Solo en Guayaquil protestó más del 10% de su población: si no estuvo personalmente, cualquier guayaquileño seguro tiene un amigo o pariente que salió el 25 de junio a la 9 de Octubre. Pese a que una parte timorata —o chantajeada— de la prensa lo disimula, somos muchisisísimos más quienes queremos un cambio democrático y estamos dispuestos a luchar por él.

La pregunta es: ¿y ahora? Ante la agonía del correísmo, algunos pretenden satanizar a la izquierda para promover un giro a la derecha. Con la crisis de Dilma en Brasil y Maduro en Venezuela, el eco es latinoamericano. Sin embargo, a nivel regional, las protestas también se dirigen contra gobiernos de centro o derecha como en México y Guatemala. El problema principal del correísmo —o del socialismo del siglo 21— no es ser un proyecto de izquierda, sino un proyecto autoritario. Y el autoritarismo no distingue entre izquierda o derecha. Si quienes lideran la política y la opinión pública no llegan a esa conclusión, es posible que el péndulo nos lleve a una derecha —o a otra variante de la izquierda— igual o peor que Alianza País.

Lo urgente en Ecuador, por tanto, no es discutir sobre izquierdas y derechas, sino sobre autoritarismo y democracia. También urge admitir que la democracia no es algo a recuperarse, sino a prácticamente inaugurarse en nuestra historia reciente. Lucio destituyó a la Corte Suprema. Jamil nos llevó al desastre económico. Abdalá gobernó como un lunático. Los tres fueron derrocados. Rafael pescó a río revuelto y profundizó la tendencia a hacer política contra los valores democráticos. La diferencia es que fue más hábil que el resto y le jugó la lotería del petróleo.

Una y mil veces la historia lo comprueba: el combate a un régimen autoritario no necesariamente conduce a la democracia. Sobre todo si no se atacan las causas del autoritarismo y no se practica un esfuerzo extraordinario para evitar que se reinstalen en la sociedad. Si se enfrentara al correísmo a través del insulto, la violencia y el sectarismo, con líderes de mano dura y mesías que prometen borrón y cuenta nueva, se abriría la puerta a reeditar los mismos vicios de hoy en la derecha o la izquierda. Incluso puede que Alianza País prevalezca a falta de una clara diferenciación al momento de las elecciones. Igual riesgo existe si quien encara al oficialismo, siendo democrático, no conecta con las preocupaciones masivas de las grandes mayorías de la clase pobre y media.

Así, el 2017 exige un difícil balance: carisma sin megalomanía, tolerancia sin debilidad, inteligencia sin arrogancia, popularidad sin populismo. Y voluntad firme para edificar instituciones democráticas con amplia participación nacional, lo cual requiere un equilibrio entre liderazgo y consenso. Son varios los caminos para llegar allá. Ninguno pasa por la hipertrofia del ego ni el extremo de las ideologías.


Twitter: @hectoryepezm



martes, 25 de agosto de 2015

Militarizar la calle



Mientras el presidente Rafael Correa hace propaganda sobre el diálogo, las Fuerzas Armadas se toman las calles del Ecuador. Ante el anuncio de un paro nacional y un levantamiento indígena contra las enmiendas constitucionales —luego de protestas masivas que empezaron el 25 de junio en Guayaquil— el Presidente llamó a los militares a “combatir por la patria”, desnaturalizando su deber de proteger la soberanía nacional para involucrarlas en asuntos internos en defensa de Alianza País, el partido oficialista. Desde entonces, las FFAA están en un lugar que no les pertenece y su participación no debería ser aceptada bajo ningún argumento.
El 18 de agosto, la infantería de marina llegó a Macas y, días después, 1.200 policías y militares rodearon la gobernación de Morona Santiago. Esto desembocó en enfrentamientos entre indígenas y militares. Tres días antes, el 15 de agosto, a los militares se les pasó la mano con los protestantes y llegaron al extremo de disparar a una casa donde ellos se refugiaban en Sucúa, un pueblo de Morona Santiago. El hecho fue reproducido en un video que el Ministro de Defensa Nacional, Fernando Cordero, no pudo negar ante la entrevistadora María Josefa Coronel en Teleamazonas. Corcho acusó a Coronel de desinformación y justificó el “uso progresivo de la fuerza”. No le quedaba más: es imposible tapar con un dedo la represión contra el pueblo ecuatoriano.
Es cierto que durante las manifestaciones de estas últimas semanas hubo personas violentas, pero la inmensa mayoría de los cientos de miles de ecuatorianos —siquiera medio millón— que hemos protestado en las calles de Guayaquil, Quito, Galápagos, la Amazonía y el resto del país, nos hemos expresado en paz y democracia. Muchos en familia, con niños y adultos mayores. Los violentos —a quienes la Conaie, no sé si con razón, acusa de infiltrados— son una pequeñísimo grupo. Y esa violencia, por minoritaria que sea, hay que condenarla con todas las letras: el único camino hacia la democracia es la resistencia pacífica. En cualquier caso, militarizar las calles al estilo de dictadura setentera es inaceptable.
Que las FFAA intervengan en los conflictos internos del país es inconstitucional. El artículo 158 de la Constitución limita el rol de las Fuerzas Armadas a defender la soberanía y la integridad territorial. Para la seguridad dentro del país está la Policía Nacional. Y si para los oficialistas eso no es suficiente, entonces nos deben una explicación sobre cómo administran la institución policial. El problema, por supuesto, es que la Constitución no siempre es respetada por los asambleístas. Por eso, en 2014, la mayoría la violó para reformar la Ley de Seguridad Pública y del Estado, que permite a los militares “apoyar” a la policía en la seguridad interna. Con el pretexto de combatir la delincuencia, abrieron la puerta a la militarización de la calle.  Como la reforma fue inconstitucional —ya que una ley no puede estar sobre la Carta Magna—,  el paquete de enmiendas vigente en la Asamblea busca cambiar de una vez por todas el artículo 158 de la Constitución para autorizar a las Fuerzas Armadas a “complementariamente, apoyar en la seguridad integral del Estado de conformidad con la ley”. Se quiere legalizar lo inconstitucional. 
La situación es grave. Ya fue Ecuador sentenciado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos —que el Gobierno sí dice respetar— por asignar tareas de seguridad interna a los militares. El argumento de la Corte es que Fuerzas Armadas están entrenadas para la guerra, para neutralizar al enemigo externo y no para proteger al ciudadano común, que es la misión de la Policía. Cambiar los roles de estas instituciones suele desembocar en violaciones de los derechos humanos, como ha pasado en otros países. Y ese es el grave riesgo de manipular los deberes de las Fuerzas Armadas para defender un “proyecto político” por encima de la Constitución.

Publicado en Gkillcity.com

martes, 18 de agosto de 2015

Manuela Picq



Está en video: mientras protestaba pacíficamente el 13 de agosto, la francesa y brasileña Manuela Picq fue agredida, vejada y detenida por una fuerza pública que, en vez de defender la Constitución, se ha convertido en la fuerza de choque del correísmo. A Manuela la intentaron deportar, sin ninguna motivación jurídica, violando sus derechos como migrante dedicada a la academia y al periodismo. ¿Su delito? Alzar la voz contra el gobierno y enamorarse de Carlos Pérez Guartambel, uno de los líderes del levantamiento indígena que ha sacudido el país para exigir el archivo de las reformas constitucionales que pretenden eternizar a Rafael Correa como monarca de facto del Ecuador.

El caso de Manuela Picq es dramático, sí, pero es solo la punta del iceberg.

Antes que nada, revela la doble moral de una Revolución de la Chimoltrufia que como dice una cosa, dice otra. Mientras asilan a Julian Assange en la embajada de Londres con nuestros impuestos, alegando la defensa mundial del debido proceso y la libertad de expresión, casa adentro niegan derechos a una extranjera por expresarse en las calles y en los medios. No, en Ecuador no se guardan las apariencias. Lo que normalmente se disimularía para evitar el escándalo, aquí se publicita en televisión nacional, entre la novela y el partido de fútbol, como demostración de omnipotencia política. Para que todos sepamos quién manda.

Pero la realidad es testaruda: esos mismos ciudadanos, en cuyo nombre la Revolución impone su puño autoritario, hoy repletan las calles a lo largo del país. Tal como Manuela Picq y Carlos Pérez Guartambel, Salvador Quishpe y Lourdes Tibán, los trabajadores y los médicos, los estudiantes y los jubilados, somos cientos de miles quienes —antes forajidos, hoy golpistas blandos— exigimos un cambio democrático. Así, aunque no sea ecuatoriana de nacimiento, Manuela Picq se ha convertido en la punta del iceberg de esa protesta violentamente reprimida por la fuerza pública que comanda el ministro José Serrano, cuya foto en redes sociales, escondido detrás de los escudos policiales y arengando a los uniformados, es la mejor caricatura de la tragicómica represión al pueblo, que es siempre tan arrogante como cobarde.

Y el iceberg sigue creciendo: Nina Pacari reclamó por la detención de más de 70 indígenas (contados al fin de semana pasado) y Salvador Quishpe denunció a infiltrados violentos, con las caras tapadas, que intentaron deslegitimar la protesta. Y mientras la amplísima mayoría de manifestantes hemos salido en paz y en familia a expresar nuestra opinión, la agresión policial genera un círculo de violencia cuyo desenlace es imprevisible. ¿Qué esperan para oír al pueblo? ¿Cuándo entenderán que nadie se come el cuento de un diálogo frente al espejo, montado como las sabatinas, para hablar de equidad mientras el Presidente tiene dos aviones de lujo para su uso particular? ¿Cuándo admitirán que no es Revolución empeorar los vicios de la partidocracia que han reciclado, ni es Ciudadana una argolla política que, en vez de obedecer al pueblo, lo pretende silenciar a punta de toletazos? ¿Cuándo se darán cuenta de que la solución para tranquilar al país no es decretar un irresponsable estado nacional de excepción, manipulando la situación del Cotopaxi, sino simplemente escuchar, cumpliendo el deber más elemental de un gobierno en democracia?

Twitter: @hectoryepezm




lunes, 10 de agosto de 2015

El golpe duro




Prohibido olvidar. En 2006 el correísmo habló —en parte con razón— de una “larga noche neoliberal” para llegar al poder. En 2014 habló de una “restauración conservadora”, para maquillar su estrepitosa derrota el 23 de febrero, cuando perdió no solo la alcaldía de Quito, sino en 9 de las 10 ciudades más pobladas del Ecuador. Y hoy, en el último capítulo de la novela correísta, nos hablan de “golpe blando” cuando cientos de miles de ecuatorianos, de toda ideología y clase social, hemos exigido rectificaciones económicas y políticas en la calle.



Después de ocho años y medio, todos conocemos la manía oficialista de acuñar muletillas para disfrazar las profundas realidades del país. Sin embargo, es evidente que aquí no hay ningún golpe en marcha. Ningún líder con peso político ha propuesto derrocar a nadie. Sería además absurdo, yendo de Guatemala a Guatepeor, pretender bajar a Rafael Correa para subir a Jorge Glas, Gabriela Rivadeneira o las Fuerzas Armadas. Por otro lado, el gobierno atribuye la teoría del golpe blando a Gene Sharp, autor sobre la resistencia pacífica y no violenta contra regímenes totalitarios. En la neurosis de Alianza País, entonces Gandhi debe haber sido golpista blando.



Lo que se dice, por tanto, es una tontería; pero lo que se calla no lo es.



Lo que pretenden ocultar es el golpe duro a la economía: ya está en paro nacional la construcción, la actividad que más empleo y movimiento genera en el país, no por las protestas ni el levantamiento indígena, sino por la incertidumbre ante las políticas económicas y tributarias del gobierno. Si no se construye, los obreros no trabajan, los miles de ciudadanos con “empleo inadecuado” que esperan en las calles el cachuelo del día no son contratados, las madres de familia no venden almuerzos y los tenderos se quedan colgados, en una economía donde, gracias a las salvaguardias y otras medidas, la inflación supera el 4% y convierte a Ecuador en un país revolucionario donde el dólar, en vez de subir como en el resto del mundo, sirve para cada día comprar menos.



Lo que pretenden ocultar es el golpe duro a la justicia social: mientras el régimen correísta gasta en elefantes blancos como Yachay, donde se inventó una ciudad de más de mil millones de dólares y pagan sueldos de casi 17.000 dólares con nuestros impuestos —montos que antes criticaban en el sector privado—, resulta que en los hospitales públicos no hay medicinas, los niños en el campo no pueden llegar a escuelas lejos de sus hogares y en Guayas no se draga el río pese a la amenaza de un fuerte fenómeno del Niño.



Lo que pretenden ocultar es el golpe duro a la democracia: no solo Rafael Correa es un golpista confeso que defendió el derrocamiento de Lucio Gutiérrez —pésimo presidente, por cierto—, sino que promovió un golpe a la Función Legislativa cuando destituyó, aliado con Elsa Bucaram en el Tribunal Supremo Electoral, a 57 congresistas reemplazados por los diputados de los manteles, y hoy promueve un golpe durísimo a la Constitución para reelegirse indefinidamente, estatizar la comunicación, quitarle derechos a los obreros en el sector público y militarizar la seguridad ciudadana, entre otras reformas.





En Ecuador hay golpes, sí, y bien duros. Pero el cuadrilátero de la propaganda oficial está al revés. En la realidad, quien da los golpes es Alianza País. Y quien los recibe es un pueblo que ya no tolera un solo puñetazo más.


lunes, 3 de agosto de 2015

La Revolución de la Chimoltrufia





Las vueltas que da la vida: el mismo gobierno que llegó al poder con cantos izquierdistas de sirena, al mando de un contestatario Rafael Correa que amenazaba con una revolución socialista del siglo 21 y las reivindicaciones de un “cambio de época”, hoy se ha vuelto el peor enemigo de los movimientos sociales, los activistas indígenas y las fuerzas progresistas. Muchos cuestionan si esta Revolución alguna vez fue de izquierda o simplemente utilizó un discurso de cercanía popular para imponer una agenda de derecha. Yo no suscribo esa tesis. Más bien pienso que el correísmo es una amalgama sin ideología, cuya única agenda es el poder por el poder y cuyo único instrumento es una visión autoritaria de la política que no puede entenderse desde la distinción, tantas veces inútil, entre izquierda y derecha. La problemática social es muy compleja como para reducirla a dos bandos. Eso está bien para el fútbol.



En el fondo, la única ideología del correísmo es la conquista inagotable del poder. ¿Se acuerdan de la Constitución de los trescientos años? Así es perfectamente entendible ser de extrema izquierda para quitar la herencia a las familias y, a la vez, de extrema derecha para arriesgarse al etnocidio en la explotación del Yasuní. En la ideología del correísmo resulta lógico, para mantener el poder durante las vacas gordas, gastar y gastar en una orgía populista sin ahorrar medio centavo y al mismo tiempo endeudarse más que nunca en la historia. Como también resulta lógico, para mantener el poder durante las vacas flacas, meterles la mano en el bolsillo a los ciudadanos y raspar hasta el cocolón del ahorro de las familias, aunque sea contra grupos supuestamente protegidos por la “izquierda”, como los maestros, los jubilados, los trabajadores o las amas de casa. Y, por supuesto, resulta asimismo coherente, en su sinfonía totalitaria, que una Revolución dizque alfarista satanice como “ilegítimo” e “ilegal” un paro nacional, cuando la huelga, garantizada en la Constitución de Montecristi, constituye una de las conquistas más emblemáticas del derecho laboral.



Por ello, la Revolución Ciudadana está siempre al revés de sí misma. Puede cobijar en la misma sábana a Jorge Glas y a Ricardo Patiño, sin ningún inconveniente, porque es al mismo tiempo capitalista y socialista, conservadora y progresista, y a veces hasta finge ser de centro, cuando pretende situarse entre el neoliberalismo y la izquierda infantil. Por eso llama al diálogo mientras interrumpe novelas y partidos de fútbol para insultar a los ciudadanos; condena bombas panfletarias mientras gobierna con Alfaro Vive Carajo; asila a Assange y defiende a Snowden mientras publica chats privados de Whatsapp; sermonea sobre justicia social mientras el Presidente goza de dos aviones de lujo pagados con impuestos y la SENAIN espía desde una mansión con piscina incautada a los Isaías. Por eso un día el caudillo proclama que la democracia exige alternancia, al siguiente replica que eso es un discurso burgués y poco después concluye que la reelección tal vez no haga falta, para sin rubor volver a contradecirse pasado mañana.



No debe sorprendernos. Para la Revolución, al fin y al cabo, las palabras, como los votos, no son más que herramientas desechables en su única misión histórica: acaparar la mayor cantidad posible de poder, en una cruzada autoritaria cuya coherencia —quitándole el humor— es del mismo nivel de la simpática Chimoltrufia: “Como digo una cosa digo otra, pues si es que es como todo, hay cosas que ni qué. ¿Tengo o no tengo razón?”



Twitter: @hectoryepezm