Está
en video: mientras protestaba pacíficamente el 13 de agosto, la francesa y
brasileña Manuela Picq fue agredida, vejada y detenida por una fuerza pública que,
en vez de defender la Constitución, se ha convertido en la fuerza de choque del
correísmo. A Manuela la intentaron deportar, sin ninguna motivación jurídica,
violando sus derechos como migrante dedicada a la academia y al periodismo. ¿Su
delito? Alzar la voz contra el gobierno y enamorarse de Carlos Pérez
Guartambel, uno de los líderes del levantamiento indígena que ha sacudido el
país para exigir el archivo de las reformas constitucionales que pretenden
eternizar a Rafael Correa como monarca de facto del Ecuador.
El
caso de Manuela Picq es dramático, sí, pero es solo la punta del iceberg.
Antes
que nada, revela la doble moral de una Revolución de la Chimoltrufia que como
dice una cosa, dice otra. Mientras asilan a Julian Assange en la embajada de
Londres con nuestros impuestos, alegando la defensa mundial del debido proceso
y la libertad de expresión, casa adentro niegan derechos a una extranjera por
expresarse en las calles y en los medios. No, en Ecuador no se guardan las
apariencias. Lo que normalmente se disimularía para evitar el escándalo, aquí
se publicita en televisión nacional, entre la novela y el partido de fútbol,
como demostración de omnipotencia política. Para que todos sepamos quién manda.
Pero
la realidad es testaruda: esos mismos ciudadanos, en cuyo nombre la Revolución
impone su puño autoritario, hoy repletan las calles a lo largo del país. Tal
como Manuela Picq y Carlos Pérez Guartambel, Salvador Quishpe y Lourdes Tibán, los
trabajadores y los médicos, los estudiantes y los jubilados, somos cientos de
miles quienes —antes forajidos, hoy golpistas blandos— exigimos un cambio
democrático. Así, aunque no sea ecuatoriana de nacimiento, Manuela Picq se ha
convertido en la punta del iceberg de esa protesta violentamente reprimida por
la fuerza pública que comanda el ministro José Serrano, cuya foto en redes
sociales, escondido detrás de los escudos policiales y arengando a los
uniformados, es la mejor caricatura de la tragicómica represión al pueblo, que
es siempre tan arrogante como cobarde.
Y
el iceberg sigue creciendo: Nina Pacari reclamó por la detención de más de 70
indígenas (contados al fin de semana pasado) y Salvador Quishpe denunció a
infiltrados violentos, con las caras tapadas, que intentaron deslegitimar la
protesta. Y mientras la amplísima mayoría de manifestantes hemos salido en paz
y en familia a expresar nuestra opinión, la agresión policial genera un círculo
de violencia cuyo desenlace es imprevisible. ¿Qué esperan para oír al pueblo? ¿Cuándo
entenderán que nadie se come el cuento de un diálogo frente al espejo, montado
como las sabatinas, para hablar de equidad mientras el Presidente tiene dos
aviones de lujo para su uso particular? ¿Cuándo admitirán que no es Revolución empeorar
los vicios de la partidocracia que han reciclado, ni es Ciudadana una argolla
política que, en vez de obedecer al pueblo, lo pretende silenciar a punta de
toletazos? ¿Cuándo se darán cuenta de que la solución para tranquilar al país no
es decretar un irresponsable estado nacional de excepción, manipulando la
situación del Cotopaxi, sino simplemente escuchar, cumpliendo el deber más
elemental de un gobierno en democracia?
Twitter:
@hectoryepezm
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