Con
bombos y platillos, después de ocho años en el poder, la Revolución Ciudadana
ha declarado la guerra contra la corrupción. Una guerra peculiar. Porque uno
creería que la corrupción se combate con independencia en las autoridades de
control, con fiscalización desde la Asamblea, con una justicia autónoma y con
una prensa libre para informar sobre los trapos sucios de la política. Nada de
eso. Acá la guerra se trata de un gobierno persiguiendo su propia cola. Una
guerra con pistolas de agua.
Bien
lo demuestra el último show: en medio informe a la nación por el 24 de Mayo, el
Presidente anuncia que entre sus filas hay una asambleísta corrupta. Para
abundancia del espectáculo, la “traidora” es detenida en el mismo evento —pese
a que no hubo delito flagrante ni juicio político— y luego es expulsada de
Alianza País. El guion lo complementa la presidenta de la sumisa Asamblea,
Gabriela Rivadeneira, quien pide al Contralor que investigue el patrimonio de todos
los asambleístas. El protagonismo no es de los fiscales y los jueces. Es el
propio Presidente —¡y hasta Jorge Glas!— quien baja su pulgar a la legisladora
en desgracia. No es el Contralor quien cumple su obligación cotidiana de auditar
a los asambleístas. Es Gabriela Rivadeneira quien le da permiso para realizar
su trabajo.
Ahora
bien, desde que el gobierno confesó meter la mano en la justicia, los
ecuatorianos solemos asociar la sumisión judicial a asuntos políticos, como el
caso El Universo o la persecución a Cléver Jiménez. Lo del 24 de Mayo es otra
raya más: un show político para aparentar que se combate la corrupción. Sin
embargo, la falta de independencia judicial hoy perjudica al ciudadano de a pie
mucho más de lo que parece a simple vista.
Si
la justicia fuera independiente, no solo se sancionaría la corrupción con o sin
permiso de Rafael Correa, Jorge Glas o Gabriela Rivadeneira, sino que cualquier
juez habría impedido que se atropelle el derecho de más de 146 mil maestros a
que la policía no se lleve sus ahorros al Banco del IESS sin su consentimiento.
Si la justicia fuera independiente, la Corte Constitucional anularía la nueva
ley que crea un impuesto a las utilidades, violando el derecho de los
trabajadores, y obligaría a que las reformas constitucionales sobre la
reelección indefinida y otros temas sean decididas por votación popular, como
manda la Constitución. Si la justicia fuera independiente, cualquier juez
podría impedir que el gobierno borre mágicamente los 1700 millones de deuda al
IESS o que la ley discrimine a las amas de casa cuando las obliga a afiliarse
al seguro social sin recibir la prestación de salud.
No
hace falta aumentar los ejemplos. La guerra de balines contra la corrupción
demuestra, una vez más, que hoy la justicia no se administra en los tribunales
—menos aún en los titulares de los periódicos— sino en el Palacio de
Carondelet. Y que las víctimas de la sumisión al Ejecutivo no solo son los
políticos o los medios, sino los 15 millones de ecuatorianos cuyos derechos más
elementales no dependen del imperio de la ley, sino de las órdenes del poder.
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@hectoryepezm