Hace
un año, el 23 de febrero de 2014, Ecuador vivió acaso el punto de inflexión
política más importante desde que entró en vigencia la Constitución de
Montecristi en el año 2008, cuando se consolidó el proyecto de la
autodenominada Revolución Ciudadana, con una serie de hitos en lo económico, en
lo social y en los derechos humanos que, para bien o mal, trazaron una hoja de
ruta que ha contado con un masivo apoyo popular.
El
23F marcó un antes y un después de esa racha electoral. Ese día Alianza País
(AP) perdió en nueve de las diez ciudades más pobladas del Ecuador, en una
jornada cuyo logro más visible fue la victoria de Mauricio Rodas con casi el
60% de votación en la capital, ante un Rafael Correa que exhibió, días antes de
la elección, un descontrolado nerviosismo que sorprendió al país. El mito de la
invencibilidad se derrumbó. Y se recuperó un cierto pluralismo en el escenario
político. Hasta el 23F, AP controlaba todos los espacios de poder más
relevantes, salvo la alcaldía de Guayaquil, que siempre la ha dado por perdida.
Después del 23F, de los diez municipios con mayor número de habitantes, AP solo
gobierna en Durán. La mayoría de prefecturas las mantiene a fuerza de pactos
con caudillos locales, casi todos antiguos sobrevivientes de la partidocracia.
Así,
hoy AP y el presidente Correa se ven forzados a cogobernar, empezando por partidos políticos con agenda propia que,
sí, son aliados, pero no son incondicionales. Que varias organizaciones, con
diversas ideologías y simpatizantes, tengan espacios de servicio público a lo
largo del país, debería ser lo normal en una democracia. Sin embargo, luego de
una década de ingobernabilidad desde la caída de Bucaram y tras ya ocho años de
un proyecto tremendamente concentrador del poder, parece que los ecuatorianos
no estábamos acostumbrados a ello.
En
esa línea, el 23F nos deja, por lo menos, dos lecciones. La primera es la
unidad: gran parte de los triunfos de aquel día fueron posibles gracias a la consolidación
de tendencias democráticas en cada campaña local. Quito y Guayaquil fueron
claros ejemplos. La segunda es la estrategia. Las más significativas campañas
locales no se vencieron —con sus excepciones— copiando el estilo agresivo de
Correa y AP, ni reeditando las viejas recetas de la partidocracia, sino con justamente
lo contrario: una propuesta de futuro, respetuosa y cercana al ciudadano. El
23F no ganó la oposición, sino la proposición de alternativas claras para cada
comunidad. Lamentablemente eso es algo que, a nivel nacional, a muchos actores
aún les cuesta asimilar, lo cual sigue jugando a favor del oficialismo.
A
partir de ambas lecciones se desprende otra reflexión. El 23F es un símbolo de
la democracia plural, de la posibilidad de vencer con todo en contra —incluyendo
a un CNE obediente al poder— y de la eficacia del diálogo directo con la
ciudadanía por encima de las grandes billeteras. Einstein decía que locura es
hacer lo mismo una y otra vez esperando resultados distintos. Pues bien, el 23F
hubo un desenlace diferente a todos los procesos electorales entre 2007 y 2014 por
una razón clave: muchos candidatos hicieron las cosas de manera diferente. Y
así, mientras continúa un proyecto de poder que exhibe logros sociales con
autoritarismo, altos impuestos, corrupción y poca sostenibilidad económica, hay
dos opciones. O se mantiene la receta tradicional de la oposición, que, salvo
el caso peculiar de Guayaquil, no ha exhibido ningún logro electoral desde el
2007, o se promueve una alternativa real, positiva y propositiva para resolver
los problemas profundos del Ecuador mirando hacia el futuro. Este último camino
exige la recuperación —que en muchos casos es inauguración— de las libertades y
los derechos humanos, pero también requiere entender que ello pasa por plantear
soluciones concretas y digeribles a las necesidades cotidianas de nuestra clase
media y popular.
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